En este blog encontrarán un proyecto que estamos realizando diseñadores y arquitectos de la Universidad Javeriana en Colombia en conjunto con arquitectos españoles del grupo Esaya. Estamos trabajando sobre un solar en Bogotá que se llama el Chorro de Quevedo con el fin de hacer una intervención en la fuente central que genere una reacción entre las personas que lo frecuentan.

4 feb 2007

Fundacion de Bogota y el Chorro de Quevedo



Fundación de Bogotá y el Chorro de Quevedo

Algunas personas dicen que la plazoleta del Chorro de Quevedo fue el lugar de la fundación de Bogotá, aunque no hay evidencia histórica de esta afirmación.

Los conquistadores españoles llegaron a esta imponente tierra montañosa, plena de humedales y lagos donde Gonzalo Jiménez de Quezada acampó junto con su tropa antes de emprender la fundación de Bogotá. Se dice que allí fue donde descansó y esperó la llegada de Nicolás de Federmán que venía de los Llanos y de Sebastián de Belalcázar que venía del Sur. Una vez llegaron ellos, Gonzalo Jiménez de Quesada pudo organizar la fundación de acuerdo con las leyes de indias, en un terreno plano en el que pudieran tener estabilidad las 12 chozas, la iglesia y la plaza de mercado. Una de las condiciones para fundar ciudades, era que la zona estuviera rodeada de agua, como se dio, en el lugar que hoy conocemos como la Plaza de Bolívar, terreno estratégicamente ubicado entre los ríos San Agustín y San Francisco para proveer de agua a la naciente ciudad.

Sin embargo, y según Juan David Gómez, abogado y profesor de la Universidad del Rosario, gran conocedor de historia de Bogotá, “el Chorro de Quevedo no era un sitio central ni muy grande. Estaba situado en un lugar muy alto, que no era muy conveniente, pues para formar una ciudad que fuera la capital, como era la intención de los conquistadores, se necesitaba de un terreno plano y amplio. Lo que hoy se llama el Chorro de Quevedo, no era un lugar apropiado en términos geográficos para fundar la ciudad”.

Este lugar es interesante porque tiene atisbos de la época colonial. Cuando la ciudad empezó a crecer esta zona era uno de los sitios que proveían de agua a las familias del sector. Allí se estableció un chorro público llamado “La fuente del padre Quevedo”.

El padre Quevedo era profesor del colegio de los Agustinos Recoletos; en 1832 adquirió el solar de un predio, por un precio de $50 con la intención de hacer una obra para dotar de agua a los habitantes del sector, allí instaló el chorro mejorando las condiciones de vida de los habitantes. Los chorros eran las fuentes dispuestas para que la gente recogiera agua y la llevara a sus casas, pues en aquella época no existían acueductos que permitieran la llegada del agua directamente a los hogares como sucede hoy en día.

En la memoria de los abuelos aún se conservan las imágenes de las personas que sacaban agua de las piletas o chorros para llevar a sus casas. Grandes baldes eran cargados por hombres y mujeres para transportar el agua. Muchos tenían en esta función una forma de vida, los aguateros por unas pocas monedas trasladaban el líquido a sus espaldas. Doña María Zambrano, una anciana de 83 años, recuerda aquella época en que su mamá la mandaba junto con alguno de sus hermanos a traer agua del chorro. “Eso era cuestión de todos los días, nos tocaba llevar agua para comer, para bañarnos y para el aseo de la casa. El agua que se sentaba en la pileta la recogíamos para lavar los pisos y la del chorrito era para tomar”.

En tiempo atrás pasaban por aquí señores bien vestidos, aguateros y religiosos, hoy permanecen personas como Alexander Guzmán, quien observa el panorama sentado en la alberca de la pileta, ubicada en la parte central de la plazoleta, es un artesano de once años de experiencia, tiene ojos adormecidos, larga cabellera dorada, pearcing puntiagudo sobre la quijada y viste ropa negra. Él dice que le gusta vender aquí porque es un sitio histórico y turístico en donde puede mostrar sus artesanías. Lo considera un lugar mágico, porque siente la presencia de los habitantes antiguos del sector y porque es “un sitio de relax” para tomar, conocer gente y por supuesto vender.

En esta plazoleta se destaca otro sitio importante además del chorro de agua, es la Ermita del Humilladero. Su nombre no se relaciona con torturas, ni prácticas inquisidoras, a esta capilla la denominaron así, porque las personas que llegaban a la ciudad generalmente entraban a la capilla arrodilladas bajando la cabeza en señal de humillación ante el Santísimo expuesto.

La plazoleta del Chorro de Quevedo tenía un muro de contención en la parte de arriba; en 1896 el muro se derrumbó e hizo desaparecer las construcciones coloniales, las casas, la Ermita y el chorro de agua. Así dejaron de existir las construcciones antiguas, las viviendas y el lugar que por algún tiempo proveía de agua a muchos habitantes de la ciudad.

En 1969, cuando se inició la recuperación del barrio La Candelaria, se realizó una obra para volver a construir la plazoleta. Se hizo la reconstrucción basándose en las fotos y pinturas de la plazoleta con la ayuda de una fundación liderada por Eduardo Mendoza Varela. Se hizo una réplica casi igual de la Ermita del Humilladero, apoyándose en la maqueta de la plazoleta que se encuentra en el museo del 20 de Julio, otro tanto se quiso hacer con el chorro. Se construyó una pileta que no corresponde con la funcionalidad de la original, la actual tiene un aspecto más bien ornamental.

Hubo una segunda remodelación en 1985 cuando se hicieron mejoras en el sector. Se montó una arquería, que según los expertos en arquitectura no es muy adecuada, teniendo en cuenta las características del sector y su aspecto colonial que no se relaciona con el gran muro que se alza en la plazoleta. Unos muñecos de colores con figuras humanas se asoman en los recuadros del muro que le dan al chorro un aspecto un tanto enigmático y místico que parece dejar asomar a seres extraños, habitantes de otro mundo que observan constantemente a los visitantes del Chorro.

En frente del Humilladero se ubica una casa que huele a café con unas ventanas pequeñas adornadas por barrotes de madera pintada de color verde, que dejan ver la pileta ubicada en el centro de la plaza. La música de Silvio Rodríguez y el humo de cigarrillo son el ambiente en el que se desarrollan las conversaciones de muchas personas que asisten al café La Pequeña Santa Fe.

Anteriormente en la casa en donde hoy se toma tinto con ambiente bohemio, había una residencia colonial construida en el año 1600, allí estuvo encarcelado un conde acusado de adulterio permaneciendo en esa vivienda hasta el día de su muerte, se dice que aún se escuchan sus pasos en la casa. Posteriormente la casa se utilizó para fines más nobles, fue el sitio de hospedaje para la primera comitiva de la Cruz Roja. Luego fue a parar a manos de un zapatero y después se derrumbó.

Pero con la reconstrucción de la plazoleta se volvió a levantar la casa, ya no es colonial, no tiene la hermosa arquitectura de la época, pero está cargada de historias y de fantasmas que en las noches rondan el café. Doña Margarita de Emeriño compró la casa no tanto por el valor comercial, sino por amor al centro histórico. Esta mujer levantó la vivienda tratando de hacerla similar a la original. Hace 16 años es un café, sin condes, sin Cruz Roja; ahora tiene una greca, con unas mesas y unas sillas que sirven de lugar de encuentro de ideas, de amores, de desamores, de preocupaciones y de historias que día a día pasan por este lugar.

Una dama hermosa que vivía en una casa grande propia de la época, solía acariciar un enorme gato gris, ella era doña María Mercedes Aragón quien vivía con su esposo José Francisco Aragón. Esta hermosa mujer se enamoró de un cantor que la admiraba todas las tardes de la fría Bogotá de la época y le recitaba canciones. La dama escapó con el cantor abandonado a su marido y convirtiéndose en leyenda unos años después. Nadie supo jamás de su paradero ni el de su amante. Esta es la historia de los antiguos dueños de la vivienda que da al callejón de la bruja en donde hoy se encuentra el restaurante y bar El Gato Gris, en donde las personas pueden disfrutar de deliciosas cenas, tragos, cócteles y buena música. Este es un sitio exclusivo para aquellos que tienen con que pagar un buen café. Extranjeros, artistas, maestros y uno que otro estudiante pudiente son los asiduos visitantes.

La hermosura de doña Mercedes es hoy reemplazada por las mujeres que visitan el lugar quienes no visten aquellos trajes pomposos, ya no se arreglan el cabello con los rizos que enamoraron al cantor, ahora usan jeans, el cabello alborotado y pintado de colores. Estas nuevas doncellas no acarician al gato, ahora se deleitan y disfrutan del lugar.

Otro atractivo del Chorro de Quevedo es la calle empedrada, la segunda. Esta calle se reconstruyó con un estilo medieval que dista un poco de las construcciones coloniales, pero que hoy se hace hermosa ante el pavimento y el asfalto recurrente en Bogotá.

Los postres de las abuelas aún tienen lugar entre el ruido del metal, la chicha y la gente que todos los días sube y baja pasa por la calle empedrada. Allí se ubica el negocio de golosinas de don Néstor García que hace 3 años tiene la tienda. Hace 20 años vive en la casa del lado. Para él el Chorro es un sitio que está en decadencia por el consumo y la venta de drogas y además porque sus ricos postres no pueden competir con la cerveza y la chicha, preferida por los jóvenes y turistas que frecuentan el sector.

“Las ventas últimamente se han bajado en un 80%, ya casi no hacemos dulces, porque se venden muy poco, mi aspiración principal es irme de aquí, ya no hay lugar para mí, ni para mi negocio”, afirma el señor García.

Así es la plazoleta del Chorro de Quevedo, un lugar en donde se entremezcla la historia oculta o desconocida para muchos, con la rumba, la bohemia y la psicodelia. El chorro es un sitio que es mucho más que noches de parranda, borrachera y locuras juveniles. Es un sitio que en las paredes de sus viejas casonas, en su suelo y en su ambiente guarda la vida de condes, doncellas, curas y aguateros.

El centro histórico tiene magia, tiene vida propia, es un sitio de interés no sólo por los lugares de entretenimiento que allí se ubican, si no porque hace parte de la vida de una comunidad, de una ciudad y de un país que vale la pena conocer.

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